sábado, 26 de enero de 2013

Uno para V,mi querida V, doble

      CIRCE






      I        de Bertram Mackennal

                  La hechicería
      guiando un rastro melancólico
      en madrugadas de la lluvia.

      Cualquier abrigo está mojado
      aunque no con la gelatina
      del deseo,
      no con los cercos complacidos
      que el deseo traza en las telas.

      El instinto de penetrar 
      se abre paso entre las vasijas
      y rompe, moldeando,
      la carne revelada, y urge
      a la sed, disemina olvido
      en la fidelidad, y toma la carne
      un bronce calcinado,

      pero
      qué respuesta de la ternura
                  permanece seca, sin moho,
      al sol, querida;

      qué respuesta, no sólo sexo,
      no sólo de gruñidos,
      acoge sin pudrirse.

      Levantando los brazos, sila_
      beando  el maleficio:
      Oh, soledad, decía
      mientras se distanciaba.






      II      de J. William Waterhouse

                 Oh, soledad, decía,
      mientras se derramaba el vino
      sobre el hocico de las bestias.

      Isla incluida en el círculo
      envenenado del silencio,
      banquete de las ansiedades
      alocadas
      porque no es otra cosa urdir
      la vida;
      ciudades con hermosos
      amantes
      porque no es otra cosa hablar
      de la magia,
      lechos a salvo de la lluvia
      porque no es otra cosa hallar
      la trama esencial de los bosques.

      Y pedir: no me olvides,
      y guardar la parte salvaje
      de los viajeros.

      Ello se van,
      nunca desembarcaron,
      no estuvieron.

      Ellos se van,
      fueron un espejismo.

      Dejan
      un hijo etrusco y ocultado
      que bebe vino para ahogarse,
      ese buen vino azul,
      carnívoro.

viernes, 18 de enero de 2013

Uno para R







CONSEJO PARA RODRIGO


            Procura que el abuelo no te mande  a abrir la puerta de la cochera. Que no recuerde que estás en casa cuando silbe desde la plazuela. Si no eres tú, alguno deberá asomarse y gritar ¡voy!, coger la llave del taller y salir como esté a esa obligación tan cotidiana.

            El taller ya estará cerrado pero aún olerá a sudor, a los hierros, al azufre, al ácido. El mismo olor que trae el abuelo a las dos y que deja en el cerco de espuma negra cuando se lava el cuello, los brazos y las manos.

            Este lado de la casa que da al Cerro es el más antiguo. Se construyó en el solar donde estuvieron las caballerizas del palacio de los Hurtado de Mendoza. Con el paso del tiempo se añadieron las alturas de las distintas viviendas de la familia. La ventana de nuestra escalera comunica con el patio del taller donde se apilan las planchas de acero, y desde esa ventana la Lala podía llamar al abuelo para que viniera a poner orden, porque no aguantaba más, si nos estábamos peleando el tío Pedrito y yo, cosa que ocurría con frecuencia de pequeños.

            Al mediodía siempre hay jaleo en el taller. Cuando tenía tu edad entraba al venir del colegio y si no encontraba al abuelo en el torno preguntaba a Paco el Chico. Se lo ha llevado un perro en la boca . Después de tantos años contestándome lo mismo, era yo la que respondía adelantándome y riendo  ya lo sé, se lo ha llevado un perro en la boca. Riendo porque me parecía una idea imposible la de imaginar a un perro sujetando en sus mandíbulas el enorme cuerpo del abuelo. Si, por el contrario, él estaba delante del torno, concentrado, observando el cilindro de madera que sería la empuñadura, me quedaba a su lado en silencio, sin interrumpirle, y miraba cómo manejaba ambas manos con destreza: la izquierda, en la manivela que acercaba la madera al filo que desbastaba, y la derecha, en la otra, para mover con precisión la herramienta, ese buril específico que iba torneando la pieza que luego se recubriría con el torzal de alambre trenzado. Tan absorto estaba en su trabajo que no se percataba de mi presencia ni de las ocurrencias de Paco el Chico, ni de las conversaciones de los trabajadores; Paco, dando los últimos pulidos a las cazoletas en la pequeña rueda de esmeril y ellos, ensamblando hoja por hoja a su arriaz y al resto de las piezas que formaban la guarnición de las espadas.

            ¿Por qué te digo que te escabullas para no ir a abrir la cochera?...Puede ser peor incluso. Si el abuelo descubre que la luz de "los grabadores" se ha quedado encendida, hay que apagarla también. Y antes tienes que pasar por "la exposición" donde el armado parece que te vigila detrás de su celada. No te acerques a lo sables japoneses, a los floretes, las zenetas, las preciosas dagas jambiyas del ladrón de Bagdad, las nimchas marroquíes, las bayonetas, gumías, alabardas...hay tanto que podría caerse.

            De día, "los grabadores" es la habitación más luminosa. Allí no se habla mucho; apenas se oye otra cosa que los golpecitos rítmicos al ir grabando la marca de la espadería en el recazo de las hojas o al embutir el hilo dorado del damasquinado que llevan algunas armas. Que la luz estuviera encendida cuando hacía horas que se marcharon los trabajadores era algo bastante corriente.

            ¿Por qué te explico esto? Ya conoces los trabajos del taller. Recuerdo una leyenda china que cuenta cómo Mo-ye, la mujer de Kan-tsiang el artesano, se arrojó al horno para que éste consiguiera forjar dos espadas sagradas... Si no hay más remedio tienes que bajar a la cochera, nunca pases por  "los forjadores". Pedrito y yo procurábamos no acercarnos porque ahí empezó todo.

            Hasta las ventanas de la forja que dan a la calle están negras. Aún con el taller cerrado y el fuego apagado, el calor en ese lugar sigue siendo sofocante. Y nunca desaparece un cierto olor a carne quemada. Una vez se nos ocurrió ir por "los forjadores" en vez de pasar por la zona donde se colocan las cubetas vacías del ácido. Podía más nuestra curiosidad. Inmóviles las ruedas afiladoras, el yunque, las tenazas enormes, los martillos. No tocábamos nada, y pisar alguna rebaba que hubiera quedado sin barrer producía un crujido horroroso en el silencio. Cuando ya salíamos al patio, satisfechos de nuestra valentía, te aseguro que vimos moverse el macho que estaba sobre el yunque. Corrimos chillando y bajamos la escalera a trompicones. Por fin, abrimos la cochera y el abuelo se sonrió al ver nuestras caras de espanto. ¡Qué! ¿Ya está la mano de Julián haciendo de las suyas? Y por aquella vez, y sin servir de precedente, fue él quien, después de guardar el coche, desanduvo el camino apagando las luces que nosotros habíamos encendido y retrocediendo para apagarlas de nuevo.

            Yo no llegué a conocer a Julián. Paco el Chico me contaba que siempre escribía un poema para el cumpleaños del abuelo. Esa tarde no se trabajaba. Se limpiaba el patio y se colocaban tablones en borriquetes y, encima, mantelitos de papel. La Lala traía mediasnoches de queso y chorizo, cerveza y aceitunas. Entonces, cuando ya estaban  sentados, Julián leía el poema y el abuelo se emocionaba y contagiaba a los demás y terminaban todos llorando.

            El poeta, como lo llamaban a veces, trabajaba en "los forjadores". Se quejaba a menudo porque, según decía, el resplandor del fuego y del rojo vivo del acero le estaba dejando ciego y después, cuando salía a la calle, la luz del sol le hacía daño. El abuelo le aconsejaba que trabajase en las mesas de ensamblaje o en "los grabadores", pero él no quería trasladarse porque afirmaba que ese mismo rojo era su energía para poder escribir poesía.

            Una mañana de invierno sucedió el accidente.

            Julián se encargaba de mover las hojas en el fuego, sacarlas una a una con las tenazas  y colocarlas en el yunque. Salía la primera, blanda, soltando chispas, y Felipe, el oficial experto con el macho, cogía la herramienta que sujetaba el metal y comenzaba a martillearlo desde la punta para después hacer el estirado que soldaría el acero al alma de hierro dulce. Y más tarde, el temple y, luego, el revenido, importantísimo, afirmaba él.

            Esa mañana, de pronto, Julián el poeta metió una mano entre las brasas y cogió una hoja. Nadie sabe por qué lo hizo, acostumbrado como estaba a no separarse nunca de las tenazas. Cuando despertó en la cama de la Residencia, contestaba a las angustiosas preguntas de todos que quería saber qué se sentía al tocar la Poesía.

            Se quedó en el taller aunque le dieron un buen dinero por lo del Seguro. Hacía recados, ayudaba al abuelo en el torno dando a una de las manivelas con la mano buena pero, sobre todo, pasaba las horas muertas en la forja, mirando el fuego y el golpear del mazo en el acero centelleante. Se reía a carcajadas si le preguntaba a Felipe: ¿te echo (y aquí se callaba un momento, según Paco)...una mano? Felipe le gritaba como respuesta que si era tonto, que si además de manco quería quedarse ciego. Hasta que me queme los ojos con la Poesía... El abuelo le preguntaba por qué no se iba al mar, que los mejores poetas vivían cerca del mar y él replicaba que si su mano se había quedado en el taller, él también se quedaría.

            Siguió leyendo poemas en los cumpleaños hasta que murió, joven aún, de una enfermedad de los ojos, diagnosticada demasiado tarde. Por lo visto, ya la padecía desde pequeño y nada tenía que ver con mirar el rojo vivo.

            Él se marchó pero su mano se quedó.

            ¿Quién crees que enciende las luces de "los grabadores" por la noche, o de las escaleras, o de la misma cochera? Los del taller ya se han acostumbrado. También de día la mano de Julián el poeta puede dar la luz de "el ácido", o del almacén...¡Ya estás, poeta!, exclaman, y continúan trabajando. Incluso el abuelo, aunque no te lo diga, ha visto  a la mano mover la manivela del torno y Felipe se harta de llegar cada mañana a la forja y encontrarse el macho o las tenazas en otro lugar distinto de donde él los había colocado la tarde antes.

            Procura no estar cerca cuando llegue el abuelo a la cochera. Deberás entrar al taller, ir encendiendo las luces mientras lo cruzas, abrir las puertas, esperar a que el coche quede aparcado y después hacer lo mismo a la inversa. Lo malo es que tal vez te encuentres el patio en tinieblas a la vuelta, o cuando piensas que todo queda cerrado y vas a salir a la calle, tienes que retroceder a apagar la luz de "la exposición", por ejemplo, o de la oficina, o de los servicios, cualquiera sabe. Pregunta, si no, al tío Pedrito o a Paco el Chico cuando vuelvas del colegio.


domingo, 13 de enero de 2013

Uno para S



      Algo de prosa ( un rescate de 1998 )


           Hay un momento de la mañana, a primera hora, en el que las ventanas que dan al este se iluminan igual que un reflejo de espejos, igual que el juego irresistible de los niños con las esferas del reloj saltando por la pared. Alguien mueve las hojas de los cristales aquí y allá. Te deslumbran. Ignoras dónde será el siguiente destello. Alguien abre las hojas, ha despertado, permite que entren la luz y el aire nuevo y fresco para sacudir alfombras y ventilar sábanas y almohadas, colgándolas de los alféizares como cuerpos que la noche dejó muy cansados. Son los tejidos de la intimidad, de la cotidianidad necesaria de lo privado. Ventanas de San Juan de la Penitencia, discretas tras los arcos; hileras de ventanas del Seminario, fichas de dominó que el dedo índice solar empujaría encadenando su caída, ventanas del Callejón del Granado, de las Carreras, donde un pintor atrapa la luz en cajitas con truco para luego, en la tarde..., donde los fantasmas de los antiguos tintoreros son transparentes, donde el movimiento de la ciudad, temprano, repite: nunca moriré, nunca moriré.

      -.-

           Todavía conservas la imagen de la noche: puntos iluminados con pedacitos de calor dentro igual que el poblado del Nacimiento cuando eras niña, igual que colocar velas de soledad que nadie verá, pensabas cuando te creías inmortal, la serenidad nocturna, la delicada serenidad que respeta un sueño en cada casa, piensas ahora.


           Siempre has sabido del desasosiego de la ciudad por la luz. Es una cancioncilla que excusa el remordimiento por habitar viviendas lejos del pánico de los callejones estrechos. Como si las sombras no persiguieran a sus dueños, como si fuera suficiente la predilección por los pisos orientados a las vistas de la ciudad que se eleva a modo de decorado permanente…

      … Este deseo por la luz, tan intenso que sólo se puede reconocer si caminas por las calles, si vas despacio y miras hacia arriba. No hay remedio, en esta ciudad se debe andar despacio, con la misma velocidad que la luz, con el tiempo de la luz.

      -.-

           Subes por la Calle Ancha cuando la mañana anima al movimiento. La mañana es una señora que compra botones de cuarzo nítido y brillante. Hoy, por variar el estar mirando hacia delante, alzas los ojos al techo de la calle aunque no sea la celebración de los mantones de Manila y las colchas de deshilado. Hoy, los balcones están callados, mirando de reojo hasta abajo desde sus balaustradas que recuerdan vagamente una calle modernista de Cartagena. Otros balcones tienen cristales de ceniza, otros tienen tulipanes amarillos de Cernuda como si el poeta, apoyando los brazos en la barandilla, sostuviera un cigarro de silencio, una silenciosa amabilidad que flota sobre las conversaciones y la prisa suave de los que pasan a tu lado.


      Continúas.

      La luz se ha convertido en un globo que brinca en los tejados y baja a los adoquines y se eleva de nuevo. Vas por la calle de un loro incansable. Lo escuchas, intentas localizarlo en la latitud de un mirador y no lo ves pero te consta que los loros pertenecen a la estirpe de lo imperecedero; este es un loro eterno, silbador de palabras, inaccesible arriba. Quizá la única alegría de la calle, pues en ella hay un aire de frase triste, de escaparate vacío, paradigma de ventana con ojos sin color, ojos muertos y muertos.

      Sigues el paso de las cartas que rozan la reja de rectángulos verticales con su bocaza negra de león.

      Ya no son ventanas a la altura de tu cara porque las ventanas están para abrirse o parpadear con las persianas o mirar fuera- dentro- fuera y, claro, la mañana, ahorrativa, no se detiene ni pregunta en ellas. Se desliza brevemente por los miradores altísimos que nadie ve y por la reja larga y preciosa de un balcón que dormita en su invisibilidad.

      -.-

      Continúas.

      Entras en la plaza de los universitarios al mediodía donde toda la luz se multiplica en miradas. Aquí son más ciertos los versos de Aleixandre. Aquí se ensancha la luz y es fácil oír el contraste  de las voces jóvenes junto al murmullo de las elevadas y tupidas celosías de las Gaitanas: esto sí que es mirar y no ser visto, la curiosidad oculta que nunca sorprenderás, el contraste asombroso por el cual vivir en esta ciudad no es lo mismo que vivir en cualquier otra.


           El mediodía ya tiene apetito, tanto que la mujer del trampantojo frente a Lorenzana simula que deja su postura melancólica y aparece y desaparece tras la ventanita mágica. ¿A quién espera? ¿Cuál es la razón  de su gesto  furtivo si quiere que la mires? Toda la arquitectura figurada de las fachadas próximas quiere ser mirada, especialmente la ventana pintada con los postigos de rejilla igual que si diera al mar. Por un momento te imaginas estar en la habitación de esa casa vacía y penetra la luz de un sorolla de verano entre listón y listón de la madera y cruza el polvo sin peso de la estancia y se queda para siempre buscando habitantes. Los balcones, guapos, restaurados muy cerca, también están intensamente vacíos. Sin embargo, no todo es irreal; hay un aire verdadero que te trae restos de olor a churros, aromas irresistibles de comidas según bajas la calle donde se acercan tanto las ventanas que los vecinos se intercambiarían el primer plato con el segundo. Ser observado dentro de la barbería puede  ser una cuestión sociológica y alcanzar la plaza de las Capuchinas puede ser una constante prueba de paciencia.

           Te gusta mucho esta plaza rara que es cuesta, calle y plaza a la vez; te gusta a pesar del balcón cubierto, cubierto, cubierto de escoria de paloma, resistiendo todavía con su barandilla de reja ondulada, tan elegante; a pesar de la casa al otro lado, quemada, con oscuros esqueletos de balcones como si hubiera habido una guerra sólo en ella. Las palomas entran y salen sin pudor. Alguien ha colocado una malla metálica, pero resulta inútil: a las palomas les gusta anidar, a veces, en los cuerpos de los muertos. No se espantan con un grito y siempre encontrarán semillas de fantasmas.

      -.-

           Vas bajando; la luz ha estado de sobremesa en claraboyas y tragaluces y se mira la hora de la tarde. Das dos pasos donde la calle se estrecha para una nueva prueba de paciencia y, enfrente de los cristales de serrín carpintero, un ventanal, o un jardín de metro y medio o el ejemplo de la preferencia de esta ciudad por los geranios y las cintas. También margaritas y algún clavel. Toda esta luz vegetal apretada contra la reja. El aire que pasa dentro es un aire verde de bosque y el desasosiego por la falta de luz está fuera de lugar. La ventana te explica cómo ha capturado el brillo valioso del día durante una hora, dos quizá.


           Bajas, bajas. La luz es una pelota de juego de la tarde que se ha soltado desde las Tendillas y va botando y botando y ya no parará hasta llegar al Puente. Nadie puede seguirla. Pasas los balcones de la Diputación; más abajo, ventanas en un oh permanente de abandono. También las hay alegres y cuidadas, se ve que alguien las mima. Y otras a ras de suelo señalando desniveles, un tesoro lóbrego de cuevas o el resplandor escondido de los patios. Sabes que quedan cerca los balcones felices de la Virgen de Gracia, más allá los miradores de Santo Tomé y luego la risión de esos ventanuquillos con visera en un muro  que apareció una mañana de repente. Y para la luz una cosa es clara: donde haya un muro, una pared que qué protege, -preguntas-, ella, la luz, se ausenta.

      -.-


      Continúas.

      Las ventanas del Instituto se tranquilizan pero antes te habrían saludado con esa insolencia inmortal de los adolescentes o te hubiera llegado una bola de papel con el mensaje de un amigo que escribe desde el ojo de buey de un barco pirata.


           Y al fin alcanzas, por el Puente, tu lado favorito de la ciudad. No está muy lejos el lugar desde el que comenzaste a seguir los talones de la luz. La ciudad, ahora, agradece tanto su visita que hay casi una risa pagana en los vanos de las campanas asomadas desde sus torres, y la luz agradece tanto cómo se la agasaja que le regala a la ciudad sus últimas telas doradas y rojas; la vidriera de San Juan de los Reyes parece un pulso rápido y todas, todas las ventanas que dan al río son las piedras de una enorme sortija. Se abren y se cierran y multiplican la luz igual que el reflejo en las facetas de un diamante. Están vivas la luz y la ciudad y la luz. Son de carne viva aún. No se mantienen como el decorado de un teatro en películas de época. Todavía la luz y la ciudad no son el escenario que se va apagando según se marcha el público después de la función. Aún no son la silueta monumental de cartón piedra, muda en la oscuridad de la sala, sin razón para sostenerse, sin sentido.
                                                          

lunes, 7 de enero de 2013

Uno Para M



      ¿Para  qué está mi día sino para ser el día de las picaduras, el día del contagio?

      Salgo a la calle, temeraria,  y digo:

      Venid, últimas rosas de Vallejo, de vuestros pétalos herviré una infecciosa papilla  para que me duela la voz y no pueda pronunciar otro nombre; que no me remedie nunca, que no baje la fiebre.

      Venid, panteras escondidas, hurtaré  vuestra  fragancia, me la untaré en mis muñecas y el día tendrá su cuello a mi alcance, le buscaré su sangre y lo eternaré con una sílaba.

      Venid, luminiscentes alados insectos, porque conoceré el mal del  sueño, seré sueños mágicos, sueños de cuerpos amándose en un trastorno, un espejismo, y  no consentir que el día se desvanezca hasta el descanso.

      Excitada y nociva con esta enfermedad.

      Me está curando de las sombras y me cambia la piel que no se estremecía.

      Me esta sanando de una vida no vivida.


      Y me remedia del día triste que no lleva amenaza.