domingo, 12 de julio de 2015

De IDOLATRÍAS

                         

                  LA EXTRANJERA


      Los pescadores de Naxos mastican
      una concha ovalada
      para probar la sal que el desconsuelo
      sedimenta en el fondo
      de una crátera llamada abandono.

      En Naxos las ofrendas son maderas
      que alguien dice que brillan como el resto
      de un banquete divino
      o de una ceremonia que exaltaba
      la vehemencia de los adalides.

      Los lagartos de Naxos
      se fríen en sartenes de granito.
      Los cormoranes buscan, se relamen
      y, más tarde, los gatos
      cazan los cormoranes y trituran
      sus huevos con destreza ensimismada.

      Los muchachos de Naxos,
      haraganes y procaces, espían
      el paso entrecortado de la loca.
      La distraen con miedo, con insultos
      y ella, blanca, les arroja su anillo,
      su cinturón de estrellas melancólicas.

      Cuando la tarde vuelve a ser violeta,
      las mujeres de Naxos
      se sientan a la entrada de las casas
      con el cojín orondo de bolillos,
      con ágiles respuestas en sus dedos,
      con alfileres ácidos
      en el morado pliegue de sus bocas.

      - Yo he visto a los cangrejos - dice una -
      picotear su peplo desceñido
      creyéndose la carne
      de una medusa seca de la orilla.

      - Yo he visto que la espuma - dice una -
      le rizaba los pies y ella bebía
      el agua más salada,  casi púrpura
      a fuerza de ser sangre sumergiéndose.

      - Y yo la vi tenderse y no se hundía
      hablando con delfines y con pulpos.
      Sus pechos parecían dos islotes
      sin pájaros
      y su vientre una costa donde el viento
      gemía y levantaba tolvaneras…

      ¡Que los dioses nos nieguen
      tanta soledad y tanto olvido!